¡Qué idea: matar a los jóvenes!
En el anterior número de L’Espresso me divertía imaginando algunas consecuencias, especialmente en el campo diplomático, del nuevo rumbo de la transparencia inaugurado por Wikileaks. Eran fantasías vagamente fantacientíficas, pero se basaban en el supuesto innegable de que, si desde ahora se puede acceder a los archivos más confidenciales y secretos, algo tendrá que cambiar, al menos en los métodos de archivo.
Entonces, ¿por qué no intentar, al inicio del nuevo año, alguna otra extrapolación de hechos innegables, aunque sea exagerando las cosas con visiones apocalípticas? Después de todo, san Juan se ganó así la fama inmortal, y todavía hoy, cuando nos ocurre una desgracia, nos vemos tentados de decir que sucede exactamente lo que él había predicho. Me presento, pues, a segundo vidente de la isla de Patmos. Al principio era el papel carbón.
Al menos en Italia (y ciñámonos a este país), cada vez hay más viejos que jóvenes. Antes se morían a los 60 años, hoy a los 90; consumen, por lo tanto, 30 años más de pensión. Como es sabido, esta pensión tendrán que pagarla los jóvenes. Pero, con unos viejos tan intrusivos y presentes en el mando de muchas instituciones públicas y privadas hasta por lo menos el inicio de su marasmo senil (y, en muchos casos, más allá), los jóvenes no encuentran trabajo y, por tanto, no pueden producir para pagarles la pensión a los ancianos.
En esta situación, aun si el país sacara al mercado obligaciones a tipos de interés atractivos, los inversores extranjeros ya no se fiarán, y entonces faltará dinero para las pensiones. Encima, debemos tener en cuenta que, si los jóvenes no encuentran trabajo, tienen que vivir mantenidos por los padres o los abuelos jubilados. Tragedia.
Primera solución, y la más obvia. Los jóvenes tendrán que empezar a hacer listas de eliminación de los ancianos sin descendientes. Pero no será suficiente, y, dado que el instinto de conservación es el que es, a los jóvenes no les quedará más remedio que eliminar también a los viejos con descendencia, es decir, a sus propios familiares. Será duro, pero todo es cuestión de acostumbrarse. ¿Tienes 60 años? No somos eternos, papá, iremos todos a acompañarte a la estación en tu último viaje hacia los campos de eliminación, con los nietos diciendo: “adiós abuelo”. Y si después los ancianos se rebelasen, se desencadenaría la caza al viejo, con la ayuda de los delatores. Si sucedió con los judíos, ¿por qué no con los pensionistas?
Pero aquellos ancianos que no están jubilados, y que todavía se encuentran en el poder, ¿aceptarán este sino sin rechistar? Ante todo, habrán evitado con tiempo tener hijos para no traer al mundo a potenciales exterminadores, por lo que el número de jóvenes habrá disminuido todavía más. Y al final, estos viejos capitanes (y cavalieri) de la industria, forjados en mil batallas, se decidirán, aunque sea con todo el dolor de su corazón, a liquidar a hijos y nietos. No mandándolos a los campos de exterminio como habrían hecho con ellos sus descendientes, ya que seguirá siendo una generación ligada a los valores tradicionales de la Familia y de la Patria, sino desencadenando guerras que, como se sabe, criban a las quintas más jóvenes y son, como decían los inspiradores de quien ahora nos gobierna, la única higiene del mundo.
Tendremos así un país casi sin jóvenes y con muchísimos ancianos, sanos y florecientes, ocupados en erigir monumentos a los caídos y conmemorando a aquellos que han dado generosamente la vida por la Patria. Pero, ¿quién trabajará para pagar sus pensiones? Los inmigrantes, deseosísimos de conseguir la ciudadanía italiana, ansiosos por trabajar duro a bajo coste y en negro, y propensos, por antiguas taras, a morir antes de los 50 años, dejando paso a otra fuerza de trabajo más fresca. Así, en el transcurso de dos generaciones, decenas de millones de italianos bronceados garantizarán el bienestar a una élite de nonagenarios blancos con la nariz colorada y a las grandes afortunadas (las señoras con encajes y tocados), que beberán whisky and soda en los porches de sus propiedades coloniales, en los lagos o en la costa, lejos de las miasmas de las ciudades, habitadas sólo por zombis de tez oscura que se alcoholizarán con la lejía anunciada en televisión.
En lo que respecta a mi convicción de que avanzamos a paso de cangrejo y de que ahora el progreso coincide con la regresión, nos daremos cuenta de que hemos llegado a una situación no muy diferente a aquella del imperio colonial en India, en el archipiélago malayo o en África central; y quien haya llegado felizmente a los 110 años gracias al desarrollo de la medicina, se sentirá como el rajá blanco de Sarawak, sir James Brooke, sobre el que fantaseaba leyendo de niño las novelas de Salgari.